Disfrutar de la vida es algo que no se enseña ni en las escuelas, ni en los institutos, ni en las universidades, ni obteniendo caros títulos de postgrado. Tampoco es disfrutar de la vida dejarse precipitar por el tobogán de las pasiones y los apetitos; mucho menos es la práctica de una vida ejemplar, ascética o virtuosa. No, no y no; la plenitud y la felicidad no tienen fórmula; como los peces citados en la obra de Jorge Luis Borges, El libro de los seres imaginarios, cambia según el estado de ánimo y la condición del espectador. Un espíritu inquieto, busca incesantemente en lo que le rodea la explicación a todos los fenómenos que se desarrollan ante él: tan cotidiano es el absurdo, que preferimos llamar «normalidad» a la sin razón que cada día se despliega ante nuestros sentidos. Espoleados por esa incomodidad, el ser humano creó desde el principio de los tiempos dioses y religiones; nuestra mente se queda en calma cuando resuelve o soluciona una cuestión, y algo que es infinito, indescriptible e inconmensurable, es un molesto bucle sin solución de continuidad para nuestros pensamientos. Parches en una cámara de bicicleta; a esto es a lo máximo que…